martes, 20 de noviembre de 2012

Osvaldo Gross - Pura química

Un Willy Wonka con acento argentino.


Por Pamela Bentel
Fotos: Alejandro Lipszyc
Producción: Lulu Milton
Nacido en Esperanza, una colonia de gringos bien católicos, en el corazón de Sta. Fe, eligió sacudirse la placidez pueblerina e ir a probar suerte mas allá. A Osvaldo ya desde chico le fascinaban los folletos de viaje de Polvani, que su tía, directora de escuela, jubilada y muy viajada, coleccionaba a montones. Sabía que, de alguna manera, tenía que encontrar la forma de que esos destinos alguna vez fueran propios. Sintió que la geología era el camino para ir a recorrer tierras lejanas y, sin dudarlo, se tomó el primer colectivo a La Plata, donde ya tenía un hermano mayor estudiando. Hoy, monseñor Gross.
Un poco por asociación libre con amigos que se dedicaban a la química, otro poco porque evidentemente ya había algo de las combinaciones y las reacciones mágicas que lo encantaban, se recibió en geología química. Como su rígida educación prusiana -es descendiente de austriacos- y un dios omnipresente mandaban.
Varios años ejerció como jefe de un laboratorio de investigaciones. Cada tanto viajaba, aunque más no fuera al interior y, mientras tanto, gastaba su tiempo y dinero en clases de francés y de alta cocina, con una tal Alicia Berger. Con la llegada de las crisis, se evaporó la plata para los reactivos y ya sólo iba al laboratorio a leer el diario. Fue lo que bastó para detonar la implosión personal que terminaría por decidirlo a hacer lo que quería. Y lo que quería hacer eran postres.
Reconoce que salió ganando y dice: “Pude hacerlo de forma profesional, cambiando un título universitario por un oficio”. No poca cosa para su estructura conservadora.
Bicho de ciudad, jamás podría exiliarse a meditar a un páramo desierto, y su fantasía menos recurrente es la de una isla perdida. Sabe que no volvería a la vida en un pueblo. Conquistó la ciudad y, de aquí, no lo saca nadie. Le gusta estar inmerso en un mundo de gente, saber que sale a la calle y tiene un taxi para tomar, espectáculos para ir a ver y amigos que visitar. Y todo bien provisto de las comodidades de la modernidad. De hecho, cuando chico, anhelaba el mundo de los Supersónicos, donde con sólo apretar un botón todo sucedía. A esa edad también le divertía el Gato Félix, pero ni un poco los títeres ni los héroes humanoides, ésos que no son ni chicha ni limonada.
Decididamente amante de las altas cumbres -“la montaña me hace sentir más pequeño y me ubica en el espacio”-, prefiere los climas fríos, también con días grises. “En ese ámbito se desarrollan mejor las ideas y también los grandes filósofos”, teoriza.
Persona o personaje
Osvaldo es, antes que nada, un tímido confeso. Si algo le reclama a la popularidad es que le quitó tiempos privados y que hoy en día está más obligado a ir a eventos y a exponerse. Su gran desafío personal fue descontracturarse frente a la cámara y confiesa: “No la pasaba nada bien, me costó muchísimo”. Tampoco le entusiasman las sorpresas (“¡cero! Ni regalos, ni visitas, ni fiestas sorpresa. Un vez trajeron invitados sorpresa al programa y no me gustó, me incomoda no saber qué va a pasar”).
De divo, asegura, tiene poco, apenas las ganas de que en las aerolíneas le den prioridad para el embarque o que alguna vez lo mimen con un up grade de clase, como a tantos otros personajes. Para el resto prefiere pasar inadvertido.
Pero tampoco se queja. Los aplausos le dieron la posibilidad de elegir qué hacer y qué no, y que no siempre todo sea por dinero. Su disciplinada ética le impone equilibrar: “Si gano bien, también necesito sentir que doy y lo hago a través de participaciones benéficas. Muchas veces el disfrute desmedido lo he sentido como algo demasiado ostentoso, casi pornográfico,” dice culposo. Y esa tan sajona filosofía del sacrificio por encima del placer se impone en todos sus dichos. Misma filosofía que lo obliga a corresponder a la gente que lo sigue y asegura que jamás dejaría un autógrafo sin firmar o una foto sin sacar. Así, no duda en decir que Facebook logra agotarlo, justamente porque no deja mensaje sin responder.
Algo celoso, a veces se mortifica pensando que a él nunca lo convocan para ser la imagen de marca de un colchón o la cara en un envase de aceite, pero rápidamente se relaja sabiendo que la gente lo reconoce y respeta más por sus conocimientos que por sus encantos. Lo que, en su mundo, vale doble. Aunque con poco oído para la música, lo apasiona la ópera, un espectáculo con el que logra abstraerse tanto como con una buena película. Sus preferidas: La hija del regimiento y Walkiria.
Le gustaría retirarse en Salzburgo y escribir. De ser posible, ser crítico gastronómico: “Estaría bueno reemplazar a Alicia Delgado -se ríe malicioso- cuando ya no sienta los sabores”. Decididamente irónico y cínico, su lengua mordaz no admite provocaciones.
Quien lo ve por la pantalla muchas veces lo imagina puntilloso y obsesivo. Y no se equivocaría. Controlador, le gusta lo previsible, y por eso nunca comulgó con los fuegos sagrados ni el rush de un restaurante. Prefirió en cambio los vértigos organizados del catering y el timing anticipado de los eventos o lo catedrático de las clases. Ante la sugerencia de tener un emprendimiento propio, como otros tantos cocineros, asegura: “Ni ahí. Me gusta ser un empleado calificado y no tener que hacerme problemas por todo lo demás”.
La debilidad menos esperada de este pastelero mediático son las Rhodesias. “Tengo varias cajas y como una siempre antes de lavarme los dientes para ir a dormir, así haya salido a cenar y pedido postre, no pueden faltar.”


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